Es hora de que volvamos a las palabras de Benjamin con las que comenzamos esta serie de posts. Atrás dejamos un siglo marcado por la inflación de la esfera pública a través de la práctica del periodismo y la publicidad. Y atrás, también, dejamos importantes momentos de la crítica de arte como fueron la redacción de los Salones por Baudelaire o la conceptualización progresiva de la Historia del arte como disciplina humanística por parte de los estudiosos alemanes del siglo XIX.
Sí que me gustaría que nos detuviéramos un instante en otro recurso retórico de la modernidad, en una imagen, la del antropólogo occidental que descubre culturas y naturalezas que le son ajenas, el Otro y lo Otro, la alteridad. No se trata de algo determinante, claro está, para entender la figura del comisario y su posición con respecto a la esfera de la crítica. Y sin embargo, remanente de ese espíritu científico de la Ilustración, de la experimentalidad de la cultura occidental en expansión, los comisarios actuales dirigen siempre sus investigaciones como si fueran antropólogos culturales: a la (de)construcción de un cierto otro, sea este el público o la misma cultura a investigar.
Sea como fuere, lo interesante aquí es entender cómo la crítica de arte ante el contacto con los productos culturales de otras culturas se replegó hacia el espacio europeo, eso es, hacia la Antigüedad y el Renacimiento. Y pronto, quizás como consecuencia de lo romántico, el arte actual, el arte contemporáneo, comenzó a replegarse sobre sí mismo, es decir, a inscribirse en esferas diminutas, en cubículos invisibles como en los que se inscribe hoy. Círculos formados, únicamente, por artistas y amateurs, eso es, lejos del gran público. Por supuesto, el proceso es más complejo ya que, a lo largo del siglo XIX, el arte siguió desempeñando una función política, vamos: en el trabajo de los realistas franceses de mitad del siglo XIX encontramos algo del trabajo de un activista. Basta con que recordemos el trabajo de un Courbet para ilustra esta imagen, quien progresivamente abandona la agenda política burguesa para comenzar con un proyecto de representación de las clases más populares.
Sea como fuere, hasta bien entrada la posmodernidad el crítico de arte siguió desempeñando funciones de comisario. Es decir, con frecuencia juez y parte, ya que la práctica del comisariado no aparece, tal y como hoy la conocemos, hasta finales de los años 70. Justo cuando la nueva crítica de arte norteamericana adquiere relevancia internacional (éstos son los Foster, Krauss o Bois) podemos empezar a hablar del comisariado como una práctica autónoma. No obstante, durante los años 80 empiezan a desarrollarse en diferentes universidades e instituciones privadas estudios de comisariado.
Como para muchos otros aspectos, la década de los 80, como antes apuntábamos, significó la desarticulación de los movimientos artísticos que, desde los 60, habían constituido la vanguardia estético-política. Suele culparse de este fenómeno al mercado, o sea, al boom experimentado por el mercado de arte durante estas fechas. No es que el mercado de arte no existiese hasta entonces, más bien fue que durante esta década alcanzó su máximo apogeo, o mejor, marcó la tendencia que desde entonces iba a imperar. Ahora bien, parafraseando a Foucault, es preciso, en ciertas ocasiones, pensar el poder como algo positivo. En ese sentido, más allá del supuesto mal que ejerce el mercado sobre la práctica artística contemporánea, dentro de la puesta a punto del mercado debemos buscar otras señales que nos permitan dilucidar con más claridad la centralidad de la práctica curatorial y la retirada de la crítica.
Unido a la expansión del mercado del arte, el sistema “posfordista” de producción o capitalismo avanzado de nuestra época, recordemos, se caracteriza por la producción de bienes inmateriales, es decir, bienes-servicios como el turismo, el ocio, el conocimiento y los artefactos culturales de todo tipo. Así las cosas, a partir de los años 80 el mercado internacional necesita producir de forma continuada artistas y contenidos culturales capaces configurar una oferta y una demanda que venga a dinamizar el estado espectacular de nuestra vida social, o sea, una vida social mediatizada, separada de lo histórico y centrada en el consumo. Y aquí encontramos el punto clave para poder hablar del repliegue de la crítica. Hasta ahora habíamos dicho que uno de los trabajos de la crítica era conectar la producción artística contemporánea con la tradición. Y ¿qué sucede cuando esa tradición a la que antes mentábamos ha desaparecido del discurso artístico? Lo que sucede es que la crítica, como no podía ser de otra forma, se hace innecesaria, es más, se convierte en un obstáculo que frena el acceso de una audiencia que se quiere global al espectáculo que el arte ofrece por medio de sus exposiciones. Lejos del ideario burgués de la autorreflexión o del conocimiento como herramienta al servicio de la humanidad, hoy prima la conquista de un público sin formación, fácilmente manipulable, centrado en la moda. En otras palabras, más preocupado por consumir catálogos y souvenirs que por el acceso a una experiencia estética dentro del museo.
Decía Baudelaire que los museos eran algo así como un espacio para la confrontación del presente con el pasado. Suerte de construcción donde confluyen todos los tiempos y las obras de arte compiten entre sí, se buscan en sus referencias y remarcan su espacio de originalidad. La nemotécnica de lo bello, según Baudelaire, una experiencia que a día de hoy pocos están capacitados para experimentar, ya que el público actual de los museos de arte, contabilizados y rentabilizados como audiencia de corte televisivo, acude al museo a reconocer aquellas obras que forman parte de su imaginario (televisivo) compartido. En otras palabras, la gente acude al MNCARS a reconocer el Picasso, no experimentar cual es el rastro de carmín dejado por las vanguardias históricas en lo contemporáneo.
Mucho se podría debatir sobre este asunto, así que, de nuevo en los dominios de la crítica y el comisariado, podemos concluir señalando que la crítica frena este proceso de consumo cultural frenético. Es cierto que actúa como mediador entre público y arte. Ahora bien, con su búsqueda de juicio y sentido, con su anhelo de mayor análisis y contextualización dentro de la Historia del arte, cierra la esfera del arte contemporáneo al público general comportándose, frecuentemente, como una suerte de hermenéutica.
Mientras tanto, la práctica del comisario contemporáneo, independientemente del rigor académico que articule una exposición, agiliza el consumo cultural. No se trata, aunque puede a primera vista parecerlo, de situar a la crítica como valedora de la cultura y a la práctica curatorial como aliada de este capitalismo cognitivo que actualmente nos gobierna. Por supuesto que hay comisarios que arman su trabajo desde el mayor de los rigores académicos, no en vano, hay ciertos críticos como los antes citados de la nueva crítica norteamericana de los años 60 que ha llevado a cabo comisariados alejados de cualquier fetichismo del objeto arte.
En cualquier caso, ese no es, ni mucho menos, el problema. Si acaso, el problema, sería la proliferación de las industrias culturales, es decir, de los espacios dedicados al arte, que lejos de cumplir una función social real, se comportan como polos de atracción para el turismo. Polos de atracción que necesitan comisarios, que buscan comisarios y que incluso, a día de hoy, los forman. En ese sentido, es lógico que muchos críticos, ante esta situación de mercantilización total del arte, decidan volver a departamentos en sus respectivas universidades. Es más, los hay incluso que han optado por dejar de escribir en medios. Y mientras tanto, aquellos que son capaces de convivir con el mercado, los críticos mediáticos, proliferan, actuando a medio camino de la crítica y la práctica curatorial. E incluso, en muchos casos, utilizando la crítica y el comisariado de exposiciones como trampolín para fines mayores, para mayores cotas de poder.
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