Una vez concluida esta pequeña introducción que ha tenido por objeto visibilizar las posiciones que en la actualidad ocupan críticos y comisarios, es preciso, antes de nada, detenernos un instante para trazar la genealogía de la crítica de arte. Una genealogía que por cuestiones estratégicas comenzaremos no con el Renacimiento, donde realmente se debería fechar este género de escritura, sino con la Ilustración, con la puesta en marcha del proyecto moderno. ¿La razón? Simple y llanamente la actualidad de ese tiempo histórico, la inmanencia de sus formas políticas, de su discursos teóricos y de las características de su cuerpo social y artístico en nuestro tiempo. En efecto, desde el siglo XVIII, la crítica ocupa un lugar axial dentro del proyecto ilustrado, del proyecto moderno, ya que encarna, como antes señalamos, el principio de autorreflexión que caracteriza a la cultura burguesa.

En su génesis, señala Anna María Guasch, “la crítica somete a los artefactos culturales a una constante inspección y juicio con un doble fin: por un lado, impedir la cristalización de valores de naturaleza espuria en el público; y por otro, animar, señalar, aquellas
producciones culturales que supongan un avance en la consecución de la verdad, de la belleza y de la bondad universal”. A lo que debemos añadir que la crítica desarrollada durante el siglo XVIII pone su acento en otro de los paradigmas culturales de la burguesía,
la subjetividad: la experiencia y el posicionamiento individual del sujeto. Es decir, su vida privada, que se contrapone, o más bien yuxtapone con una esfera pública abierta a la participación, al menos nominal, de todos, el otro eje desde donde se construye el mundo burgués.

Como se puede apreciar, en modo alguno este tipo de actividad, la crítica del siglo XVIII, tiene algo que ver con la labor actual del comisario. Por el contrario, el comisario, el sustituto del crítico, decíamos antes, centra su trabajo en la representación pública de problemas, de investigaciones de carácter antropológico, que se interrogan sobre el rol de determinados tropos y estamentos en nuestra sociedad. De algún modo, el crítico, desde sus orígenes, y el comisario, comparten un público, la sociedad. Ahora bien, a día de hoy la búsqueda de la belleza y la bondad universal, por cuestiones modernas, han dejado de interesar a gran parte del arte contemporáneo.

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Art Critics. Michael Ancher, 1906.

Sea como fuere, dejando a un lado dicha problemática, lo cierto es que tanto el crítico de arte ilustrado como el curador posmoderno son un eslabón fundamental, como señala Anna María Guasch, en “la inserción del arte dentro de un sistema económico, social e ideológico”. En efecto, la crítica dieciochesca es imprescindible a la hora de embutir al arte, todavía académico, dentro del primer capitalismo burgués. No en vano, el crítico es dinamizador, con sus opiniones, desde su tribuna en los medios, de la práctica del coleccionismo estatal y privado. Equiparando obra de arte con mercancía, en los comienzos de un sistema que ha terminado por desarrollar agentes como los feriantes o los galeristas, es decir, intermediarios, mediadores: términos, ambos, muy del gusto burgués.

En cuanto a los comisarios contemporáneos, además de ese carácter de productores de discurso, podemos cifrar su acto de seleccionar artistas como un ejercicio que siempre tienen en cuenta un concepto, en suma, tremendamente contemporáneo como es la
moda. Moda, actualidad, no sólo de artistas, sino también de conceptos… En fin, términos que se ponen de moda en el círculo de arte, en gran parte debido al trabajo del comisario, y que pretenden crear etiquetas fácilmente consumibles por la audiencia. De algún modo, en este aspecto concreto, la genealogía de la crítica parece reflejarse en el trabajo de curador, no en vano, la misma estética, a través de la filosofía de la Historia del arte, se expande como campo de estudio en el siglo XVIII, con los trabajos seminales de Kant y Hegel.

Harry Jackson, Hellen Frankenthaller y Clement Greenberg

Harry Jackson, Hellen Frankenthaller y Clement Greenberg

Empecemos por el principio. Como señala Rocío de la Villa, la crítica de arte, tal y como hoy la conocemos, “nace de forma paralela al ascenso de la esfera pública y liberal burguesa, clase motor de la modernidad”. Aunque este no es lugar, mucho podríamos debatir sobre el concepto de clase-motor, y sin embargo lo que aquí nos interesa es la asunción del sujeto, del ciudadano que desde los ensayos de Pascal y Montaigne, se muestra seguro de su yo, y se cree capaz, apoyado también en el empirismo, de medir lo social y construirlo desde su intelecto. En ningún caso capacidad pasiva, sino proyecto: ansia por conocer, búsqueda de conocimiento, que según cristaliza en el sujeto, articula un proyecto de emancipación que acabó con el Antiguo Régimen y con sus jerarquías y estamentos impermeables. Un binomio: sujeto-conocimiento, y un nuevo terreno, el de la educación sentimental, no el de la novela tardía de Flaubert, sino la educación de un Goethe o de un Rosseau, que es capaz de dotar al individuo de autonomía, de una esfera privada se convertirá en emblema de la burguesía, esa educación y ese espacio familiar del que habla Foucault siglos más tarde.

En ese sentido, universalidad y subjetividad de la experiencia estética, conceptos bisagra de la modernidad enunciados por Kant en su Crítica del juicio a finales de XVIII, suponen la consecución del Humanismo renacentista, periodo en el que se comenzaron a publicar biografías de artistas como las de un Vasari y críticas razonadas de la obra de autores como Fra Angelico o Alberti. No se trata aquí de retraer más nuestra investigación, aunque es realmente curioso cómo aquel genio creativo, el artista, que se convierte en tropo durante el Romanticismo, nace de esa Humanismo, de ese amateurismo que se desarrolla en el Renacimiento, y que conlleva el autoperfeccionamiento del que siglos más tarde se hará eco el público burgués, especialmente el crítico: figura que convierte, como señala Rocío de la Villa, “el debate estético en metáfora del cambio social, estético, político y económico”.

Quizás no tengamos, todavía, perspectiva suficiente para analizar en estos términos la figura del comisario. Y sin embargo, podemos encontrar en él algún eco de ese concepto de artista como ser supremo, como genio. No obstante, la proliferación de comisarios en el circo del arte contemporáneo, muestra del genio creativo, a través de la democratización de las masas y las prácticas artísticas, de la reproductividad de la obra de arte, una suerte de amateurismo de corte “hazlo tú mismo” y de otros muchos factores, hemos pasado, al menos en estas últimas décadas, a una figura que, más allá “de construir un discurso atractivo para su exposición” vendría, mediante un gesto a sancionar de cara al público qué es y qué no es arte. Gesto, si se me permite, duchampiano de seleccionar y dotar de vida al objeto dentro de las reglas del arte, que ha pasado del artista al comisario, quien ya no necesita que la crítica haga de intermediaria entre obra de arte y público, puesto que el mismo concepto de público, en la sociedad del espectáculo, en la sociedad donde la imagen de la imagen se vende, ha sido sustituido por una audiencia numéricamente cuantificable.

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Marcel Duchamp y el Ready Made Art

Sea como fuere, sin el destacado (¿protagonista?) papel desempeñado por la prensa en la construcción de la esfera pública, no estaríamos hablando hoy del papel de la crítica. En efecto, la subversión de los valores del Antiguo Régimen fue posible gracias a revistas y periódicos como The Tatler o The Spectator, publicaciones inglesas nacidas entre el final del siglo XVII y los comienzos del siglo XVIII, que pronto serían imitadas en toda Europa. Espacios en los que la burguesía, tal y como señala Terry Eagleton, “descubre una imagen idealizada de sus relaciones sociales” y de su discurso cultural.

¿Podemos pensar hoy en Internet como uno de los factores decisivos a la hora configurar un espacio para el ejercicio del comisariado? La respuesta es complicada, a grandes rasgos Internet continúa con la lógica de los medios de comunicación que surgieron en el siglo XIX; su supuesta universalidad es todavía una entelequia, de su uso únicamente disfruta “el mundo civilizado”. Ahora bien, en su atomización de los espacios informativos y de comunicabilidad, encontramos algunas referencias al trabajo del comisario, aquel trabajo como el del último Szeemann, realizado en la sombra, sólo, sin más ayuda que la de uno mismo. Sea como fue, el ascenso del Internet unido al boom del mercado del arte de los años 80, sin lugar a dudas, ha configurado un mapa en el que existe una mayor facilidad para concertar y ver la obra de artistas que antes, sin un contacto directo, desconoceríamos. Cada vez hay más exposiciones y cada vez hay más artistas que comisariar; no en vano, a día de hoy, un comisario puede realizar una exposición conociendo únicamente desde Internet las obras y los artistas que va a representar.

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De arriba a la izquierda: ( 1 , 7 , 8 , 9 , 11 ) Live in your Head: When Attitudes Become Form . Visitas de instalación durante el evento de apertura en Kunsthalle Bern , 1969. © Kunsthalle Bern, Berna . ( 2 , 3 , 4 , 5 , 10 ) Viva en su cabeza: When Attitudes Become Form . Visitas de instalación de la exposición durante el evento de apertura en Haus Lange , Krefeld , Alemania, 1969. ( 6 ) Live in your Head: Cuando Attitudes Become Form . Harald Szeemann durante el evento de apertura en Haus Lange , Krefeld , Alemania, 1969 ; sentado entre el público : Paul Wember , Director de Kunstmuseen Krefeld en 1969. ( 12 ) Live in your Head: When Attitudes Become Form . Paul Wember y artista Sarkis con dos de las obras del artista durante el evento de apertura en Haus Lange , Krefeld , Alemania, 1969 ; en la pared, Robert Morris , Las baterías con Ripples , 1964 ; Haus Lange , Krefeld , Alemania, 1969 .

El lema del siglo XVIII es el siguiente: “todos estamos llamados a participar de la crítica” pues “todo el mundo tiene una capacidad básica de juicio”. Una tautología que situaba al crítico como portavoz del público, a quien representaba, y a quien organizaba en los marcos de un debate racional. Hoy, ya en siglo XXI, el lema podía ser el siguiente: todo el mundo puede organizar una exposición, pues todo el mundo, gracias a Internet, tiene acceso a la capacidad para informarse necesaria. Eso sí, remanente de ese carácter de genio, el comisario es también aquel que puede hacer de esa información, mediante la escenografía y mediante la puesta en escena, un espacio expositivo.

Como indirectamente señala Roció de la Villa, en la noción de crítico se esconde, se agazapa, ya la del comisario: “se trata (la crítica) de la valoración e interpretación escrita de un no-artista salido del público y dirigida a ese mismo público, al que le urge identificarse con el potencial ideológico de un catálogo artístico renovado. La atención se gira, entonces, hacia un arte que habla en presente, al margen de su valor futuro. El juicio estético es indisoluble de la toma de postura personal y social…”. Ecos de aquel intelectual de izquierdas, moderno, que toma postura, que se posiciona. Ahora bien, ese no-artista salido del público, ese amateur venido arriba, que es el comisario, a día de hoy, más allá de la moda del arte político, es un ser indiferente, al que no se le pide tomar una postura personal ni social. Alienado como proletario cognitivo, su trabajo está expuesto a los vaivenes políticos de la industria cultural. En resumen, es realmente difícil tomar postura cuando tu enemigo es invisible, o mejor, cuando tu enemigo es también aquel que te contrata, aquel con el que debes actuar de forma conjunta, quien dispone, también, tu carácter de asalariado. En fin, el mito de la contracultura, el mito de dinamitar el poder desde dentro que paradójicamente recuerda a aquel “¡Disparad, el enemigo está sobre nosotros!”

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