El título de este artículo, en su seno, parece encerrar una antinomia, es decir,dos términos separados por una conjunción que a día de hoy, lejos de equiparar o comparar dos prácticas de la esfera del arte, parece constituir un espacio para dos contrarios. Cuando la crítica (metáfora ideal del arte durante la Modernidad) reinaba, el comisariado, el curador, no existía. Y hoy, inmersos como estamos en el tiempo de la curatoría, la crítica se encuentra en franca retirada, analizándose y psicoanalizándose, en busca de las claves de un protagonismo perdido.
Lo cierto es que cierto sabor amargo caracteriza a la práctica de la crítica de arte contemporáneo. La sombra de los Greenberg, Rosenberg, Restany o Celant, es ciertamente alargada. No hay sucesores. Aunque tal vez los haya, y estos sean los comisarios, encargados, hoy, de representar y de construir discurso, antiguo coto privado de la crítica. No obstante, cierto estado de duelo parece haberse proclamado en la crítica tras las últimas neovanguardias. No en vano, personajes como Catherine Millet han
llegado a declarar que actualmente, la labor del crítico no sea tanto la de producir discurso, sino la de separar a la obra de arte de la esfera de comunicación en la que se haya atrapada. Sería algo así como aislarla, encerrarla en un espacio (¿de autonomía?) transparente, desde cuyo interior pudiésemos ver, encerrados en esta especie de jaula, aquellos discursos críticos que se han ido amontonado en torno a ella, a la obra de arte.
Casi sin quererlo, hemos ya tocado la palabra clave de esta unidad: comunicación. Aquella actividad humana y empresarial que ha transformado el mundo, transformando con él al antiguo sistema del arte, mundo-metáfora, quizás, desde donde se puede estudiar el devenir de todo el conjunto de lo social, o al menos, eso seguro, campo de batalla político que desde la Ilustración anticipa las revoluciones que vendrán. Simples revoluciones estéticas en su enunciación, cuyo contenido desborda finalmente las artes plásticas para expandirse a las reivindicaciones del cuerpo social. Quizás simples problemas representacionales o disputas en torno a los géneros, discusiones como las que conformaron la agenda de la Academia Francesa en el siglo XVIII, aunque también preludio de la ascensión de la burguesía al poder tras la Revolución Francesa. Con todo, puede que las cuchillas de la guillotina sobre la cabeza del Borbón no sean más que una metáfora, una imagen que brota, figura estética que anticipa lo Romántico y el imperio del mundo burgués.
Ahora bien, ¿qué tiene que ver todo esto con la crítica? Pues bien, la crítica, es decir, la producción de saber de los críticos y su puesta en circulación a través de los medios de comunicación, fue históricamente la encargada de sostener el modo de pensamiento más propio de la Modernidad: altavoz y ariete del proyecto de (auto)realización de la Ilustración. Los críticos: conectores, mediadores e inspectores, que se sitúan entre la producción de artefactos culturales (por aquel entonces, siglo XVIII, artísticos) y la opinión pública, otro de los inventos más característicos, casi tanto, podríamos decir, como el capitalismo, de la toma de poder de la burguesía.
Siguiendo la definición clásica de Anna María Guasch, podemos definir la crítica como el trabajo de desarrollar análisis, posicionamientos y juicios sobre el arte para su posterior difusión en la esfera pública. Como señala Guasch, el campo de la crítica es forzosamente híbrido, es decir, heterogéneo y proyectado hacia lo social. “Comprometida, por un lado, con una coyuntura espacio-temporal específica, por otro, comprometida con la reflexión y la producción de conocimiento, y marcada, por último, por un carácter performativo, es decir, por vincular su producción de sentido a la intervención directa en la esfera del arte”. Coyuntura especio-temporal que nosotros situaremos en la Ilustración, en pleno siglo XVIII, genealogía histórica que instrumentalizaremos a fin de estudiar qué ha llevado a antiguos críticos a abandonar la arena de eso que Guasch llama esfera del arte, a retirarse a sus antiguas cátedras en la universidad, a desertar, a replegarse, para abandonar un terreno nuevo, construido con dos nuevas capitales: la institución y el comisario. ¿Digo dos? Realmente una, la institución, espacio bajo el que se cobija el comisario, en muchos casos agente pasivo, peón, de la política cultural puesta en marcha por las instituciones durante estas últimas décadas. Del asalto final a la Bastilla, del asalto de la burguesía al control en la producción cultural.
¿Atomización? ¿Globalización? ¿Democratización? Hoy la producción de subjetividad y la identidad, se vende y se compra, tras el boom del mercado del arte en los años 80, cualquier atisbo de comunidad o movimiento artístico ha volado por los aires: esto es el “sálvese quien pueda”. Y claro, el mercado sabe, mejor que nada, reajustar los despuntes que pueda haber entre oferta y demanda, así como sintonizar a la perfección las mil pantallas donde accedemos a aquello que se puede consumir. Museos, ferias, centros de arte, escuelas privadas e institutos… los actores y los escenarios del arte contemporáneo se multiplican, así como las políticas de compra, programación y promoción. ¿Quién necesita hoy a los críticos? La mediación, el criterio o el juicio, apenas es necesario tras la mutación del cuerpo social: de espectadores a audiencia. Y además, en caso de que haya que producir discurso, con dar una patada a una piedra aparecen por doquier periodistas no especializados, comisarios, directores de museo, políticos… un sin fin de agentes, que han desplazado al crítico a la hora de producir conocimientos, es decir, saber, que por otra parte ya no es tal, es más bien publicidad encubierta.
“Sólo los tontos se lamentan de la decadencia de la crítica. El momento de esta hace ya mucho que pasó. La crítica consiste en adoptar una distancia adecuada y, por lo tanto, se corresponde con un mundo concebido en términos de perspectiva y proyección en el que era posible adoptar un punto de vista. Ahora, sin embargo, la sociedad se ve presionada por las cosas desde demasiado cerca”, escribió Walter Benjamin en 1928. Una cita sacada de su libro Dirección Única, que define a la perfección una sociedad, la nuestra,
que ha perdido su margen de maniobra, que tácticamente ha perdido una guerra que tras alguna que otra victoria pírrica, ha consumado la separación, su falta de prospectiva, que una vez permitió articular un discurso sobre el pasado, discurso crítico, no fetichizado.
En su volumen sobre la Historia del la Crítica, señalan Julián Díaz Sánchez y Ángel Llorente que ésta, la crítica, “es un indicador del canon artístico, de la relación entre arte y sociedad y sus diferentes epígrafes: política, mercado, público y artistas”. Ahora bien, ¿qué sucede cuando la discusión sobre el canon ha desaparecido? ¿Qué pasa cuando no podemos o no sabemos medir la producción actual con la tradición? ¿Qué hacer cuándo actualidad, moda y falsa transgresión son los únicos tropos que capitalizan la discusión sobre arte contemporáneo? Frente a esta situación se nos plantean varias soluciones: la primera de ellas, sería esa que expone Catherine Millet, aquella que se caracterizaría por el intento de construir una crítica a la comunicación; otra solución, por otra parte, que están empezando a utilizar ciertos críticos, resultaría de atacar a la institución, es decir, retomar el proyecto de las vanguardias: articularse los críticos, como una comunidad de resistencia, resistencia frente a la sociedad industrial, como la que abanderó Restany y sus nuevos realistas, o resistencia frente a la sociedad de consumo, como la puesta en juego por Celant y sus povera. Resistencia, hoy, frente a la industrial cultural, a la política económica del signo. Por otra parte, se me ocurre también otra forma de resistir, más bien de atacar, de volver a tomar las riendas de la situación, aunque sea de forma silenciosa e invisible, enlazar a través de la crítica estética, ética y política. Eso es, a lo Antonio Negri, cuando recupera lo sublime como concepto que articula nuestra experiencia estética, incitándonos a coronar a la imaginación como práctica de la superación y la lucha, a tender puentes entre una práctica y una teoría que recupera su distancia, que separa, de nuevo, cultura y economía.
¿Y qué hacer con los comisarios? ¿Dónde situar a estos agentes de la industria cultural? Al igual que la crítica, los comisarios deben repensar su posición en este peligroso tablero de ajedrez. No se trata, camino que muchos han seguido, de ser juez y parte. Parece que tras la década de los 60, la verdadera estrella, desde los Szeemann y demás, es el comisario, no el artista. En palabras de Anna María Guasch, hoy, los Greenberg, Rosenberg o Bonito Oliva “han sido eclipsados por la figura emergente del curador, que ya no media entre el ser y el debe ser del arte, concebido éste como una práctica autónoma, sino que ellos mismos piensan y representar el producto artístico que ofrecen a sus potenciales consumidores”. Es decir, una suerte de híbrido, un ostentar cargo de comisario, artista y crítico, refundido todos ellos en un gemelo perverso, algo así como el reverso tenebroso de aquello que una vez fueron, impregnado, además, con cierto tufillo hollywoodiense del chico que triunfa.
Por el contrario, cercano a los postulados de Bourriaud y su estética relacional, mantener la autonomía de ambas esferas debe constituir una obligación estratégica. Es preciso que la crítica mantenga su distancia con la obra, así como que el comisario respete la distancia que debe haber entre él y la crítica, y entre él y el artista, así como el de todos estos agentes con el público. De esta forma, manteniendo estas distancias, todos quedarían inmersos en un proceso colectivo de construcción de realidad. Un devenir estético, pues consistiría en la articulación de diferentes mecanismos de visibilidad y reconocimiento, dispositivos que dan a ver y a hablar, constitución de sentido, de mundo, que en su lógica “plurifocal” y autónoma rebasa el marco tradicional de lo artístico, así como su secuestro último por el mercado.
Desde terrenos diferentes, críticos, artistas, público y comisarios pueden actuar de forma conjunta, constituirse cada uno de ellos como agentes activos dentro de su respectiva comunidad. Respetar las competencias de cada uno de ellos, para de forma armónica y dialogada, intentar enlazar teoría con práctica, exposición con reflexión y, finalmente, estética con ética.
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